Filosofía – El fin da la vida: poder decidir sobre mi vida y mi muerte.

Filosofía – El fin da la vida: poder decidir sobre mi vida y mi muerte.

19 Marzo 2017 1 Di Andres Ortiz Oses

por A. Ortiz-Osés, L. Garagalza y M. Marder

Aunque vivir es seguir muriendo cada minuto, hora y día después de nacer, el fin de la vida es la muerte, la cual representa su final o finalización.

Se puede discutir si además de ser el fin y final del trayecto vital, la muerte es su finalidad. En cualquier caso tiene algo de finalidad perversa: el fin corona o culmina la obra, como dice la referencia clásica (finis coronat opus), pero el fin de la vida significa para nosotros precisamente lo contrario, o sea, la ausencia de toda culminación y de compleción.

Además, el fin, final o finalización de la vida se ha convertido hoy en un laberinto cohabitado por un Minotauro mortífero: el Minotauro de la larga enfermedad y de la espera desesperada, el envejecimiento radical de la población, las residencias lúgubres, los desahuciados con sus cuidados paliativos interminables o a menudo sin ellos.

Pues en nuestra sanidad pública no hay tantas unidades de cuidados terapéuticos como se necesitan. España, pese a tener una esperanza de vida elevada, no tiene suficientes recursos para tantos cuidados paliativos. El peligro en España es vivir más, pero peor, como un testimonio de la actitud moderna que valora la cantidad sobre la calidad (en este caso de la propia vida).

En su último libro el humanista George Steiner ha planteado la cuestión de los ancianos abandonados a su mala suerte, concitando la cuestión abierta de la eutanasia o buena muerte, también recogida por el teólogo católico suizo Hans Küng. Entre nosotros el filósofo Salvador Pániker abandera el tema del final digno de la vida humana, replanteado por Antonio Escohotado desde una perspectiva libre y abierta.

¿Dónde está la cacareada compasión por ese ejército de seres humanos retirados de la circulación, y que vagan como sombras en un inframundo de dolor y duelo?

No hay compasión pagana porque existe una ideología vitalista de la vida, y no hay compasión religiosa porque coexiste una ideología antivitalista de la vida. Los extremos se tocan, como siempre, y ambos extremos coinciden en escamotear la muerte en un intento fallido de negarla como si no la hubiera. Sobre todo, lo que esos extremos pasan por alto es la zona gris entre la vida y la muerte, el morir que constituye fundamentalmente la vida humana entre los dioses y los animales, entre los que viven sin morir y los que mueren sin vivir de una manera autoconsciente.

Y, sin embargo, la muerte pagana es la paz perpetua, mientras que la muerte cristiana es el descanso eterno. No se trata de matar a nadie sino de asumir la muerte, no se trata de morir malamente sino de bien morir, no se trata de activismo destructivo sino de asuntivismo piadoso in extremis. Necesitamos un nuevo Mester del buen morir. La Europa cristiana ha abierto una puerta a la esperanza escatológica, pero entre nosotros coexiste una resistencia ultraortodoxa, y la cosa sigue estando tabuizada, sin duda porque también hay intensos intereses ideológicos y económicos de por medio.

Pues, al contrario del paganismo en el que la muerte es un acontecimiento indiferente e indiferenciado en el esquema cósmico y al contrario del judaísmo en el que la muerte es siempre mala, ¿no es el caso del cristianismo que una “buena muerte” o “eutanasia” recibe por primera vez su significado filosófico-teológico? Según el modelo cristiano, la muerte en si es buena en la medida que nos impulsa al futuro de la resurrección y así nos permite entrar en la verdadera vida por el medio o el camino de la transcendencia abierta que es la figura del Cristo. Aquí, el valor de la vida no es absoluto; de hecho, estamos ante una evaluación de distintos tipos y condiciones de vida. El siguiente paso sería aplicar esta valoración diferenciada de los tipos posibles de vida (sea individual o en común) a la existencia inmanente en el mundo. Es decir, des-absolutizar la vida por el bien de la vida vivida en una situación específicamente humana.

Por su parte, una vida individual puede ser entendida como el don de la propia vida o de nuestros padres, un don de la naturaleza o de la divinidad, aunque nadie nos preguntó si queríamos o no venir a este complicado mundo. En cualquier caso, el don invita a condonarlo, valorando la vida en su hermosura, complejidad y libertad. Mas el don de la vida no puede malinterpretarse como una condena a vivir a costa de lo que sea. El regalo puede a veces, y por diferentes motivos, convertirse en un regalo envenenado e incluso en una maldición.

¿Quién tiene el derecho de decir sí o no a la vida o a la muerte del otro sin considerar la respuesta más intima de este otro? ¿En nombre de qué dictador o dictadura se puede condenar a un ser humano, si ya no quiere o no tiene fuerzas para seguir viviendo su sufrimiento, a soportar esa maldición? ¿No es una crueldad sin nombre y una negligencia inhumana? ¿No es una tortura utilizar la propia vida y el cuerpo todavía vivo pero ya fatalmente debilitado como un peso ajeno a alguien que no tiene otra alternativa que soportarlo?

Tan importante como vivir en paz es poder morir en paz. Negar la muerte equivale a negar la vida. Y nuestras vidas, como expresó Jorge Manrique, son los ríos que van a dar en la mar. Todos llegamos a la mar, antes o después, y llegar a la mar, fundirse en ella, es fundirse con el principio vital simbolizado por el agua. Los propios maestros de Occidente, Sócrates y Jesús, nos enseñan a vivir la propia vida y asumir la propia muerte. Por lo demás, el hombre debe abandonar la lucha contra la muerte concebida como “el aterrador vacío de la extinción” (en expresión del ya mentado G. Steiner), asumiéndola como la amada fatal que nos espera al final del laberinto. Aceptemos la muerte como descanso radical en la Nada o en el Todo, o bien como descanso eterno en la Vida o la Trasvida; pero el problema existencial radica en el modo positivo o negativo de morir(se).

Nos gustaría morir, cuando toque, serenamente, rodeados de familiares y amigos, y no de mala manera. Sería un gesto inconsecuente y por eso vacío elegir un tipo de vida sin poder elegir también un tipo de fin. Y parece natural que la ciencia médica nos ayude en ese trance. Con buena información y con cuidados paliativos efectivos, replanteando la cuestión candente del buen morir, y respetando la íntima voluntad personal (por supuesto, también la voluntad del que quiera morir sufriendo heroicamente). Superado en democracia el tabú del sexo, nos enfrentamos ahora al tabú más estridente, el tabú de la muerte, mientras se oculta vergonzantemente la alta tasa cruel de suicidios realizados malamente. Eso sí, se supone que algunos colectivos tienen más fácil el acceso a medios eutanásicos.

El hombre debe decidir humanamente sobre su vida y su muerte, sin arrogancia y compasivamente. Sobran inquisidores y dogmáticos, ideólogos e iluminados o ilusos. Se trataría de religar la vida y la muerte, así pues de asumirlos humana y aún religiosamente, frente a todo sadomasoquismo. Un sadomasoquismo patriarcal que nos hace sádicos a los sanos frente al enfermo infantilizado o feminizado, minorizado y recluido, aparcado y apartado de sus derechos civiles y religiosos, inmanentes y trascendentes. La alternativa a una vida indigna no es más vida, sino mejor vida, e in extremis pasar a mejor vida, como llama el pueblo sabio a la otra vida. Sin embargo, perviven entre nosotros la inconsciencia y la crueldad, la incompasión y el sadismo, la inhumanidad y el masoquismo. Pero sobre todo una especie de tontera o sordera bastante generalizada.